testo in spagnolo e in italiano
Estar en el lugar correcto en el momento correcto. Me pasa a mí, un tibio hincha de fútbol, que estoy viviendo hace un rato en Buenos Aires mientras el mundo se detiene a seguir los
tejemanejes de los equipos de fútbol que enarbolan las distintas banderas del nacionalismo. Aparentemente una celebración de colores y valores, tan ensordecedora que nadie piensa en los escándalos de la FIFA ni en el enésimo conflicto que ensangrienta al Viejo Continente, y mucho menos en las guerrillas armadas que caracterizan la calidad de vida de innumerables personas de al menos tres continentes.
Todo comenzó cuando el silbato del árbitro decretó la victoria de Argentina en la final (hermosa y para la historia del fútbol) ante Francia, vigente campeón. Mientras escribo, lo que se desvanece es el cielo del martes siguiente al domingo de la final de Qatar. Han pasado cincuenta y cuatro horas desde las 14.00 horas de aquel día, cuando finalizó el partido. De celebraciones ensordecedoras e inauditas, ininterrumpidas. Me cuentan los lugareños que en 1986, la victoria de la Argentina de Maradona dio lugar a festejos intensos y participativos, pero muy, muy diferentes a los de hoy. Trato de entender en qué consiste esta diferencia. Brevemente: entonces era una manifestación multitudinaria, hoy es masiva.
El estudioso más famoso de la psicología de las multitudes (Gustave Le Bon) en realidad se ocupó del tema de las masas. Tituló su libro Psychologie des foules, jugando con la raíz común de foule (multitud) y fou (loco). Pasa lo mismo en italiano. El psicólogo francés identificó algunas características de las masas: la ausencia de una visión común, la indisciplina, la exaltación sin control, la irracionalidad y más. Subrayó la explosión de fuerza primitiva que sienten los individuos en una multitud, percibiendo una sensación concreta de poder irresistible.
Lo que observo paseando por el centro de Buenos Aires, en efecto, es precisamente eso: la explosión de una masa enloquecida de alegría y que no puede contenerse, incapaz de detener un instinto primordial de compartir una experiencia gigantesca, memorable, que pero plantea un interrogante sobre el sentido: individual y colectivo. Más que una celebración, por entusiasta que sea, la que recorre el país desde hace más de dos días parece una revolución de los marginados, una revuelta popular y furiosa que en la actuación festiva de la victoria disfraza una intolerancia nunca digerida por la condición en que se encuentra y en que vive el resto del año. Unos forzaron la puerta por la cual se accede al Obelisco, simbolo patrio. Al interior pintaron con spray: entre un Messi y un Maradona, dos veces alguien escribió: la rabia de hoy.
Alguien se ha quejado de una mala organización de la seguridad y quizás haya algo de razón si tenemos en cuenta que la impenetrabilidad de la masa concentrada en la zona del Obelisco ha efectivamente impedito que el autobús que transportaba a los futbolistas (esperados como dioses durante decenas de horas) pasara a saludar a los fanáticos. Pero, por otro lado, está permitiendo que esta masa indistinta desate una ira reprimida que, ante un despliegue de fuerzas, habría probablemente dado lugar a reacciones violentas. De hecho, hay que decir que las tiendas de la calle no han sido dañadas ni destrozadas, salvo la alfombra de basura que ha cubierto esta hermosa metrópoli. Y no es casualidad que en cuanto los militares intervinieron para liberar el Obelisco de una ocupación ilegal, los disturbios han comenzado a primera hora de la tarde.
Como sucede en las revoluciones, el espacio y el tiempo (aunque sea en este corto lapso de unos pocos días) han sido asediados por los manifestantes. Hordas de personas se mueven por todo el espacio de la ciudad, en todas direcciones. Nadie sabe realmente adónde ir, salvo seguir vagas indicaciones de por dónde podría estar circulando el autobús que ha llevado a bordo a los protagonistas del mundial y que además no saben a dónde irán porque a su vez dependen de las indicaciones enviadas en tiempo real por los helicópteros de la policía. Es una marea que está ocupando la ciudad, en todos los lugares. El mismo Presidente de la República se vio obligado a decretar un día de fiesta nacional quizás en un intento de ponerle un límite a esta manifestación espontánea de masas. El tiempo también estuvo asediado, a partir del momento exacto del último pitido de la final. Inmediatamente la gente acudió en masa a los lugares tradicionales de concentración popular y todos se organizaron para permanecer allí incluso de noche, algunos organizándose ellos mismos y otros sin ningún tipo de precaución. Parafraseando a Augé, la ciudad es hoy un no-lugar temporario, en un no-tiempo determinado.
¿Cómo interpretar el vano asalto a cualquier estructura que pudiera ofrecer una posición desde arriba? Hombres y mujeres se subían a las marquesinas, postes de semáforos, postes de luz, carteles publicitarios sin ninguna necesidad ligada a tratar de ver mejor, no había nada que ver. Los jugadores nunca lograron llegar (finalmente evacuados en helicóptero). El valor simbólico de esta invasión de espacios elevados me parece expresar una reivindicación inconsciente de protagonismo social. En términos existenciales: una búsqueda del Dasein, tomando prestado un término heideggeriano.
Me pregunto si los políticos, especialistas en autorreferencialidad y polémica, se dan cuenta de que este tipo de “revolución inadvertida” (que en este caso es una revolución del no-saber) es producto de sus responsabilidades sólo aparentemente diferenciadas. Es el surgimiento de un hábito malsano de la sociedad surmoderna que ha aceptado como algo natural la diferencia abismal entre quien tiene tanto que no tiene tiempo en su vida para disfrutar de la cantidad de bienes que tiene y quien tiene tan poco que no puede valorar la vida de los demás, porque todos los días ella le recuerda que la suya no vale nada y que nadie está interesado en él. Si observo antropológicamente la massa que por la mayoría viene de los suburbios de las grandes ciudades, veo personas que se sienten hijos de nadie, que se alían con otros don nadie, residen en no lugares y generan nada. No quedará sin sentido el orgiástico pero también simbólico acto de haber “tomado” el Obelisco, auténtica profanación del ícono de la historia republicana argentina y estandarte institucional. Nadie puede prever las dinámicas sociales del futuro si las diferencias sociales siguen manteniendo en la necesidad las masas y en el paraíso los privilegiados.
Así que más allá del júbilo por la devolución de un trofeo deseado durante treinta y seis años, veo una urgencia de superación, de superación, una necesidad tristemente carnavalesca de fuerza y afirmación que los libera ritualmente de la frustración y el desamparo que acumulan las personas que viven en las grandes aglomeraciones, sin conciencia de las dinámicas empobrecedoras que condicionan invisiblemente sus vidas. La multitud que se adueña de la ciudad es la multitud de los marginados a cualquier título, la multitud de los expulsados de los circuitos de los famosos, vips y autoridades, la multitud de espectadores de la suerte y la felicidad ajenas, la multitud de los que viven en la ventana y nunca pueden sentirse protagonistas del espacio y del tiempo que habitan porque no tienen identidad, son sólo portadores de un papel, prestadores de una función, intérpretes de una utilidad, personas cuyo tiempo (corto o muy corto que sea) se mide precisamente, como dijo Bauman, en el grado de utilidad que pueden expresar.
Las muchas sorpresas del mundial de Qatar nos hacen reflexionar. Los equipos de baja calificación han logrado actuaciones y ubicaciones inesperadas; equipos altamente acreditados y con una gran historia a sus espaldas, en cambio, han mostrado debilidades inesperadas. Una lectura no deportiva, que observa el evento de forma compleja como si fuera un emergente social de la contemporaneidad globalizada, sugeriría que quienes avanzaron fueron quienes expresan alguna forma de hambre, ya sea de afirmación o de reconocimiento, de visibilidad o de identidad. Incluso donde el viejo mundo ha alcanzado posiciones de fuerza, como en el caso de la finalista Francia, nos sugiere notar que los hombres que materialmente obtuvieron esta afirmación son hijos de otro continente.
Y nos hace pensar la reciente victoria de Argentina, que en la edición anterior se hundió por polémicas egocéntricas, por insípido estrellato. Esta vez ganó gracias a un renovado espíritu colectivo, hecho de solidaridad, unión, sacrificio y hasta humildad (todo gracias a un ilustrado desconocido que casualmente se encontró ejerciendo como entrenador de la selección mayor). Quizás, al menos en parte, la gente de esta masa incontrolable de camisa blanca y azul haya percibido algo profundamente humano, algo capaz de reavivar la esperanza, porque todos necesitamos anclar en algún lugar la esperanza que es fuente de vida y de respeto. En el frenesí de estos días, quizás, en el fondo todavía hay un futuro a escala humana para toda la humanidad.
La rivoluzione degli emarginati
Trovarsi nel posto giusto al momento giusto. Accade a me, tiepido tifoso di calcio, che risiedo a Buenos Aires mentre il mondo si ferma per seguire le vicende delle squadre di calcio che indossano le distinte bandiere del nazionalismo. Apparentemente una festa di colori e valori, così assordante che nessuno pensa agli scandali della FIFA né all’ennesimo conflitto che insanguina il Vecchio Continente e tantomeno alle guerriglie armate che caratterizzano la qualità della vita di innumerevoli genti di almeno tre continenti.
Tutto ha inizio quando il fischio dell’arbitro decreta la vittoria dell’Argentina nella finale (bella e da storia del calcio) contro la Francia, campione uscente. Mentre scrivo quello che scolora è il cielo del martedì successivo alla domenica della finale in Qatar. Dalle 14.00 di quel giorno, orario di fine partita, a ora sono trascorse cinquantaquattro ore. Di festeggiamenti assordanti ed inauditi, ininterrotti. La gente del luogo mi racconta che nell’86, la vittoria dell’Argentina di Maradona diede luogo a festeggiamenti intensi e partecipati, ma molto diversi da quelli odierni. Cerco di capire in cosa consiste questa differenza. Sinteticamente: allora fu una manifestazione di folla, oggi è di massa.
Il più famoso studioso della psicologia delle folle (Gustave Le Bon) trattò in realtà il tema delle masse. Intitolò il suo libro Psychologie des foules, giocando sulla comune radice di foule (folla) e fou (folle). Come in italiano. Lo psicologo francese individuava alcune caratteristiche delle masse : l’assenza di una visione comune, l’indisciplinatezza, l’esaltazione priva di controllo, l’irrazionalità e altre ancora. Sottolineava l’esplosione di forza primitiva che gli individui di una folla avvertono, percependo una sensazione concreta di potenza irresistibile.
Quello che osservo girando per il centro di Buenos Aires, in effetti, è proprio questo: la deflagrazione di una folle massa che non si contiene e non riesce a contenere un istinto primordiale a condividere un’esperienza gigantesca, memorabile che pone un interrogativo sul senso individuale e collettivo. Più che una celebrazione, per quanto entusiastica, quella che da più di due giorni si sta muovendo per il paese, è una rivoluzione degli emarginati, una rivolta popolare e furibonda che nella recita festosa della vittoria traveste una insofferenza mai digerita per la condizione in cui vive il resto dell’anno. Alcuni hanno forzato la porta attraverso la quale si accede all’Obelisco, simbolo nazionale. Dentro hanno dipinto a spruzzo: tra un Messi e un Maradona, qualcuno ha scritto due volte: la rabbia di oggi.
Qualcuno ha lamentato una scarsa organizzazione della sicurezza e forse qualche ragione ce l’ha se si considera che l’impenetrabilità della massa concentrata nella zona dell’Obelisco che ha di fatto impedito al pullman dei calciatori (attesi come divinità per decine di ore) di passare a salutare i tifosi. Ma per altro verso, sta consentendo a questa indistinta massa di sfogare una rabbia repressa che davanti ad uno spiegamento di forze avrebbe dato vita a reazioni violente. Va infatti detto che i negozi sulla strada non hanno avuto danneggiamenti né vi è stato vandalismo, fatta eccezione per il tappeto di sudiciume che ha rivestito questa bellissima metropoli. E non è un caso che appena sono intervenuti i militari per liberare l’obelisco da una occupazione illecita, siano cominciati i disordini della prima serata.
Come avviene nelle rivoluzioni, lo spazio e il tempo (seppure in questo breve arco di pochi giorni) sono stati assediati dai manifestanti. Orde di gente si muovono per l’intero spazio della città, in tutte le direzioni. Nessuno sa veramente dove andare, salvo seguire vaghe indicazioni relative a dove potrebbe circolare il pullman che ha preso a bordo i protagonisti del mondiale e che pure loro non sanno dove andranno perché dipendono a loro volta dalle indicazioni inviate in tempo reale dagli elicotteri della polizia. Si tratta di una marea che sta occupando la città, in ogni luogo, tanto da costringere il Presidente della Repubblica a decretare un giorno di festività nazionale nel tentativo di far chiudere questa spontanea manifestazione di massa. Anche il tempo è stato assediato, a partire dal momento esatto del fischio di chiusura della finale. La gente è subito accorsa verso i luoghi tradizionali del concentramento popolare e si è organizzata per sostarvi anche di notte, chi organizzandosi e chi senza nessuna precauzione. Parafrasando Augé, in questi giorni la città è un non-luogo temporaneo, in un non-tempo determinato.
Come interpretare l’inutile assalto a qualsiasi struttura che poteva offrire una posizione dall’alto? Uomini e donne sono saliti sulle tettoie, sui pali dei semafori, sui pali della luce, sui cartelli pubblicitari senza alcuna necessità collegata al tentativo di vedere meglio, non c’era niente da vedere. I giocatori non sono mai riusciti ad arrivare (alla fine evacuati in elicottero). Il valore simbolico di questa invasione degli spazi alti mi pare esprimere una rivendicazione incosciente di protagonismo sociale. In termini esistenziali: una ricerca dell’esserci, prendendo in prestito un termine heideggeriano (Dasein).
Mi chiedo se i politici, specialisti della auto referenzialità e della polemica, si rendono conto che questa specie di “rivoluzione inavvertita” (che in questo caso è una rivoluzione del non-sapere) è prodotto delle loro responsabilità solo apparentemente distinte. È l’emergente di una abitudine insana della società contemporanea che ha accettato come qualcosa di naturale la differenza abissale tra chi ha così tanto da non avere il tempo nella propria vita di godere la quantità di beni di cui dispone e chi ha così poco che non può dare valore alla vita degli altri perché ogni giorno gli ricorda che la sua non vale niente e che nessuno prova interesse per lui. Se osservo antropologicamente la massa che in gran parte viene dalle periferie delle grandi città, vedo persone che si sentono figlie di nessuno, che stringono alleanza con altri nessuno, risiedono in non-luoghi e non generano niente. Non resterà privo di senso l’atto orgiastico ma anche simbolico di aver “preso” l’Obelisco, una autentica profanazione dell’icona della storia repubblicana argentina e vessillo istituzionale. Nessuno può prevedere le dinamiche sociali del futuro se le differenze sociali mantengono nel bisogno la massa e nel paradiso i privilegiati.
Al di là del giubilo per il ritorno di un trofeo che mancava da trentasei anni, vedo un desiderio di oltrepassarsi, di eccedere, un bisogno tristemente carnevalesco di forza e affermazione che li liberi ritualmente della frustrazione e del senso di impotenza che accumulano le persone che vivono nelle grandi conurbazioni, inconsapevoli delle dinamiche depauperanti che condizionano invisibilmente la loro vita. La massa che si appropria della città è la folla degli emarginati a qualunque titolo, la folla degli espulsi dai circuiti dei famosi, dei VIP e delle autorità, la folla degli spettatori delle altrui fortune e felicità, la folla di quelli che vivono alla finestra e mai possono sentirsi protagonisti dello spazio e del tempo che vivono perché non hanno una identità, sono solo portatori di un ruolo, prestatori di una funzione, interpreti di una utilità, gente il cui tempo (breve o brevissimo che sia) è dettato appunto, come diceva Bauman, dal grado di utilità che possono esprimere.
Fanno riflettere le tante sorprese del mondiale del Qatar. Squadre poco quotate hanno ottenuto prestazioni e posizionamenti insperati; squadre molto accreditate e con una grande storia alle spalle, hanno invece mostrato fragilità non previste. Una lettura non sportiva, che osservi l’evento in forma complessa come si trattasse di un emergente sociale della contemporaneità globalizzata, suggerirebbe che ad avanzare sono stati coloro che esprimono una qualche forma di fame, che sia di affermazione o di riconoscimento, di visibilità o di identità. Anche là dove il vecchio mondo ha raggiunto posizioni di forza, come nel caso della Francia finalista, fa pensare che gli uomini che materialmente hanno ottenuto questa affermazione siano figli di un altro continente.
E fa pensare la recente vittoria dell’Argentina che nella precedente edizione è stata affondata dalle polemiche egocentriche, dal divismo insulso. Questa volta ha vinto grazie ad un rinnovato spirito collettivo, fatto di solidarietà, unione, sacrificio e persino umiltà (tutto merito di un illuminato sconosciuto che per coincidenza si è ritrovato a fare da allenatore della nazionale maggiore). Forse, almeno in parte, la gente di questa incontrollabile massa in maglia biancoceleste, ha percepito qualcosa di profondamente umano, qualcosa capace di resuscitare speranza, perché tutti noi abbiamo bisogno di ancorare da qualche parte la speranza che è fonte di vita e di rispetto. Nel delirio di questi giorni, forse, in fondo c’è ancora un futuro a misura d’uomo per l’umanità intera.
Nel delirio di questi giorni, forse, in fondo, c’é ancora un futuro a misura d’uomo per l’intera umanità.
Il calcio è diventato l’oppio dei popoli.