Cuanto vale una vida

Texto en español – Testo in italiano

Se dice que los justos mueren mientras duermen. Es una idea que relaciona la calidad de vida con la calidad de la muerte. Ambas cualidades definen al hombre justo. Y la justicia es uno de los valores más profundos y necesarios de la vida social.

Este nodo conceptual que vincula la vida, la muerte y la justicia es el espacio filosófico y jurídico donde se juega el juego de la civilización de las sociedades modernas. Tanto la vida como la muerte, en efecto, plantean problemas éticos relativos al derecho a crear y a extinguir la vida. La fecundación in vitro y la eutanasia son los ejemplos más explícitos de una pregunta que nace con el hombre: ¿quién soy yo? ¿Nacemos por casualidad o por un acto de voluntad? ¿Morimos por el destino o por un acto de voluntad? y aquí comprendemos de dónde viene la pregunta fundamental “¿quién soy yo?”. Desde el descubrimiento del Otro.

Pero, ¿quién es el Otro hoy? la época que vivimos ha alcanzado niveles impensables de comodidad pero estos beneficios tienen un precio: individualismo, nihilismo, codicia, superficialidad, falta de sentido crítico, pérdida de conciencia, fragilidad identitaria y más. El desarrollo de la tecnología ha mejorado infinitamente la comunicación, pero ha contaminado, desgastado y quizás incluso suplantado la relación. Estar en contacto con los demás no significa tener una relación con ellos, y mucho menos entender la diferencia de valor.

El Otro se ha vuelto tan delgado que el Ego es redundante en una forma suicida. La pérdida generalizada del sentido crítico y de la conciencia (bandera de la Escuela de Frankfurt), características pesadas de la sociedad de masas desde los años 80 hasta hoy, de manera continua y progresiva, no permite un cambio de mentalidad y todas las políticas y prácticas de inclusión e igualdad no son más que una obsesión políticamente correcta que suma daño al daño ya hecho. Así lo demuestra la enorme diferencia medible en cada Estado entre el compromiso económico y empresarial para promover la inclusión y los resultados efectivamente alcanzados. La incapacidad de lograr una verdadera inclusión es una limitación cultural contemporánea.

En estos días en Argentina está causando revuelo el juicio de ocho jóvenes que en el verano (austral) de hace dos años se convirtieron en los protagonistas de una agresión de rebaño contra un solo opositor. Al cabo de un minuto (así duraron los golpes y patadas en la cabeza del joven que inmediatamente se había caido al suelo) sin entender cómo y por qué, los jóvenes se convirtieron en asesinos, en monstruos. Y de hecho son monstruos, son los monstruos generados por nuestro sistema social. Galimberti sostiene que el malestar de los jóvenes de hoy no es psicológico sino cultural y esto, creo yo, explica la ineficacia de nuestras estrategias de inclusión.

La prensa (otro tema delicado en el panorama social) argentina ha etiquetado a estos ocho jóvenes con un apodo, “los rugbiers”, que en realidad es una forma premial para el ego de ellos entretejido con el mito de la violencia como si fuera un valor. Las palabras son piedras, decía Carlo Levi, pero la prensa, en todas las latitudes, parece no darse cuenta de este principio. El uso del lenguaje es en su mayoría inconsciente, incluso por parte de quienes deberían saber cómo manejarlo de manera competente y con esta idea básica, definitivamente, Lacan le ha cambiado el curso a todo psicoanálisis. Ha ocurrido y sigue ocurriendo también en Italia donde los negativos protagonistas del fenómeno mafioso disfrutan de definiciones de la prensa que refuerzan su aura de gente fuerte, valiente y poderosa.

La realidad que parece escapar es que cuando ocho personas se unen para vencer a un solo oponente, escenifican la crisis de toda una sociedad a través de su profunda debilidad (que ya no es fragilidad) hecha esencialmente de miedo que se convierte en cobardía, una debilidad/cobardía tan arraigada en sus almas que necesitan maquillarse, mimetizarse, disfrazarse de un acto valeroso, fuerte, violento y por lo tanto casi heroico. Los jóvenes acusados son a su vez víctimas de esta falsa mística.

Estos ocho monstruos, compañeros en su vacío irrecuperable, físicamente impensables para un verdadero equipo de rugby aunque fuera de última categoría por su apariencia imberbe y endeble, seguirán siendo solidarios entre sí no por el pacto de silencio que parecen tener contraído, sino porque la vida, más sabia que cualquier juez, les dará una sentencia perpetua que tal vez los hombres no podrán asignar.

Puede ser que uno o más se distancien de la monstruosa manada, imbuidos de un profundo miedo que los hace débiles y cobardes, puede ser que algunos dragones forenses sean capaces de extraer distintas sentencias basadas en distinciones delirantes para el sentido común de justicia, pero irreprochable por ese férreo mecanismo que llamamos “la ley” que tiene la tarea de administrar justicia. Pero hay que decir, que si participas en un ataque homicida y cobarde, no importa quién le haya dado la patada fatal, la responsabilidad de la muerte de Fernando Báez Sosa es de toda la monstruosa manada. Cada uno de los ocho jóvenes asesinos es igualmente culpable y la pena debe ser la misma para todos, según la justicia. Lo que hará la ley, aún no se sabe.

Cabe hacer aquí una consideración: la diferencia entre justicia y ley consiste en que los principios del derecho se inspiran en la posibilidad de recuperar el monstruo y es un principio justo de civilización jurídica y social. Los principios de justicia, en cambio, se inspiran en la realidad concreta de la vida. Cualquier investigación sobre los índices de recuperación social de sujetos encarcelados por diversas causas daría un resultado ridículo frente a las declaraciones oficiales y los compromisos de gasto y gestión que conllevan las instituciones de represión. El principio de recuperación encaminado a la reinserción en la sociedad muestra tal debilidad que no genera confianza en las personas.

Lo que sufre la gente, en cambio, es que la pena no parece adecuada en relación con el daño causado y la víctima, en los sistemas judiciales, es siempre doblemente victimizada, primero por el delito y después por la inadecuada consecuencia a cargo del asesino. Pero hay una manera: más allá de la pena establecida por el código penal, la sociedad puede exigir que las consecuencias de un delito tengan consecuencias para su autor de igual duración a las causadas a la víctima (ver en este blog https:/ /giampierofinocchiaro.com /distribuire-le-consequences-di-un-crimine-per-un-equo-processo-penale/#.Y8QQsOzMIdU).

Los ocho cobardes asesinos de Fernando, si fueran condenados a menos de cadena perpetua, una vez fuera de prisión tendrían que dedicar parte de su tiempo diario a una actividad social gratuita hasta que la muerte los alcance. La familia de la víctima ha perdido para siempre la calidez de la sonrisa de su hijo (no me atrevo a imaginar un dolor más profundo, me conmueve solo de pensarlo). Su agonía no terminará en diez o veinte años, han sido condenados a sufrimiento perpetuo. La pregunta que tendrán que hacerse entonces los jueces, más allá de los tecnicismos de la ley, es: ¿cuánto vale una vida? ¿Cuánto vale la vida de Fernando? y si la respuesta es que vale al menos tanto como la de sus asesinos entonces las consecuencias para los asesinos son de por vida como el dolor de la familia de Fernando. Tiene que ser así. Que recuerden su responsabilidad por el resto de sus vidas dedicando unas horas de cada día que tendrán en vida, hasta su muerte, a actividades de caridad a favor de los necesitados, los ancianos, los discapacitados, los enfermos, etc. La justicia y el derecho finalmente estarán en diálogo.


Fernando Báez Sosa

Si dice che i giusti muoiano nel sonno. Si tratta di una idea che mette in relazione la qualità della vita con la qualità della morte. Entrambe queste qualità, definiscono l’uomo giusto. E la giustizia è un valore tra i più profondi e necessari del vivere sociale.

Questo nodo concettuale che lega vita, morte e giustizia è lo spazio filosofico e giuridico dove si gioca la partita della civiltà delle società moderne. Tanto la vita come la morte, infatti, ci pongono problematiche etiche relative al diritto di creare come di estinguere la vita. Fecondazione in vitro ed eutanasia sono gli esempi più espliciti di una domanda nata con l’uomo: chi sono io? Nasciamo per casualità o per un atto di volontà? moriamo per fatalità o per un atto di volontà? e qui si comprende da dove nasca la domanda fondamentale “chi sono io?” Dalla scoperta dell’Altro.

Ma chi è l’Altro oggi? l’epoca che stiamo vivendo ha raggiunto livelli di comodità impensabili ma questi benefit hanno un prezzo: individualismo, nichilismo, avidità, superficialità, mancanza di senso critico, perdita di coscienza, fragilità identitaria e altro ancora. Lo sviluppo della tecnologia ha infinitamente migliorato la comunicazione ma ha contaminato, logorato e forse persino soppiantato la relazione. Essere in contatto con gli altri non significa tenere una relazione con essi e tantomeno comprendere la differenza di valore.

L’Altro, si è assottigliato a tal punto che l’Io è ridondante in forma suicida. La perdita generalizzata di senso critico e di coscienza (bandiera della Scuola di Francoforte), caratteristiche pesanti della società di massa dagli anni Ottanta a oggi, ininterrottamente e progressivamente, non permette un cambio di mentalità e tutte le politiche e le prassi per l’inclusione e la parità altro non sono che una ossessione politically correct che aggiunge danno al danno già fatto. Lo dimostra l’enorme differenza misurabile in ogni Stato tra l’impegno economico e gestionale per promuovere l’inclusione e i risultati concretamente raggiunti. È un limite culturale contemporaneo l’incapacità di realizzare vera inclusione.

In questi giorni in Argentina fa molto scalpore il processo a otto giovani che nell’estate (australe) di due anni fa, si sono resi protagonisti di un’aggressione di branco ai danni di un solo avversario. Nel giro di un minuto (tanto è durato il pestaggio a calci in testa del giovane subito caduto a terra) senza capire come e perché, i giovani si sono trasformati in assassini, in mostri. Ed effettivamente sono mostri, sono i mostri generati dal nostro sistema sociale. Galimberti sostiene che il disagio dei giovani di oggi non è psicologico ma culturale e questo spiega l’inefficacia delle nostre strategie per l’inclusione.

La stampa (altro soggetto delicato nel panorama sociale) argentina ha etichettati questi otto giovani con un nomignolo, “i rugbisti”, che di fatto premia il loro ego intessuto del mito della violenza come valore. Le parole sono pietre, diceva Carlo Levi, ma la stampa, ad ogni latitudine, sembra non rendersene conto. L’uso della lingua è per la maggior parte incosciente anche da parte di chi dovrebbe saperla gestire con competenza e con questa idea, sostanzialmente, Lacan ha rivoluzionato l’intera psicoanalisi. È avvenuto e continua a succedere anche in Italia dove i protagonisti negativi del fenomeno mafioso godono da parte della stampa di definizioni che rinforzano la loro aura di persone forti, coraggiose e potenti.

La realtà che mi pare sfugga è che quando otto persone si coalizzano per picchiare un solo avversario, mettono in scena la crisi di una intera società attraverso la loro profonda debolezza (non fragilità) fatta essenzialmente di paura che diventa vigliaccheria, una debolezza/codardia così radicata nelle loro anime da avere bisogno di truccarsi, di mimetizzarsi, di travestirsi da atto coraggioso, forte, violento e dunque quasi eroico. I giovani sotto accusa sono a loro volta vittime di questa falsa mistica.

Questi otto mostri, sodali nel loro irrecuperabile vuoto, fisicamente improponibili per una vera squadra di rugby fosse anche di ultima categoria per il loro aspetto imberbe e deboluccio, resteranno solidali fra di loro non per il patto di mutismo che pare abbiano contratto, ma perché la vita, più saggia di qualsiasi giudice, darà loro una condanna perpetua che forse gli uomini non saranno in grado o in condizione di assegnare.

Può darsi che dal branco mostruoso uno o più prenderanno le distanze, impregnati di una paura profonda che li rende deboli e codardi, può darsi che qualche drago forense riuscirà a strappare condanne differenziate in base a distinguo deliranti per il senso comune di giustizia, ma irreprensibili per quel meccanismo ferreo che chiamiamo “la legge” che ha il compito di amministrare la giustizia. Ma va pur detto, che se si partecipa di un attacco assassino e vile, non importa chi abbia sferrato il calcio fatale, la responsabilità della morte di Fernando Báez Sosa è di tutto il branco mostruoso. Ognuno degli otto giovani assassini è colpevole alla stessa stregua e la condanna dovrebbe essere uguale per tutti, secondo giustizia. Cosa farà la legge, non è ancora dato sapere.

Qui va fatta una considerazione: la differenza tra giustizia e legge consiste nel fatto che i principi della legge si ispirano alla possibilità di recupero del mostro ed è un giusto principio di civiltà giuridica e sociale. I principi della giustizia, invece, si ispirano alla realtà concreta della vita. Una qualsiasi indagine sugli indici di recupero sociale dei soggetti per varie ragioni incarcerati, darebbe un risultato ridicolo a fronte delle dichiarazioni ufficiali e degli impegni di spesa e gestione che comportano le istituzioni della repressione. Il principio del recupero mirato al reinserimento in società, mostra una tale debolezza che non genera alcuna fiducia nella gente.

Ciò che la gente soffre, invece, è che la pena non appare adeguata rispetto al danno provocato e la vittima, nei sistemi giudiziari, è sempre doppiamente vittima, del crimine prima e della inadeguata conseguenza a carico dell’assassino dopo. Ma un modo c’è: al di là della pena stabilita dal codice penale, la società può richiedere che le conseguenze di un crimine abbiano per il suo autore conseguenze di pari durata a quelle provocate nella vittima (cfr. su questo blog https://giampierofinocchiaro.com/distribuire-le-conseguenze-di-un-crimine-per-un-equo-processo-penale/#.Y8QQsOzMIdU).

Gli otto vigliacchi assassini di Fernando, ove fossero condannati a una pena inferiore all’ergastolo, una volta fuori dal carcere dovrebbero dedicare gratuitamente parte del loro tempo giornaliero a una attività sociale finché morte non li colga. La famiglia della vittima ha perso per sempre il calore del sorriso del proprio figlio (non oso nemmeno immaginare un dolore più profondo), mi commuove solo pensarlo. Il loro strazio non finirà né tra dieci, né tra vent’anni, loro hanno subito una condanna a vita. La domanda che i giudici dovranno quindi porsi, al di là dei tecnicismi della legge, è: quanto vale una vita? quanto vale la vita di Fernando? e se la risposta è che vale almeno quanto quella dei suoi assassini allora che le conseguenze a carico degli assassini siano a vita come il dolore della famiglia di Fernando. Deve essere così. Che per il resto della vita si ricordino della loro responsabilità dedicando alcune ore di tutti i giorni che avranno in vita, fino alla morte, ad attività benefiche a favore di chi ha bisogno, anziani, disabili, malati, etc. Giustizia e legge finalmente saranno in dialogo.

Una risposta a “Cuanto vale una vida”

  1. Es muy triste revivir lo sucedido a través del juicio, esperamos que La JUSTICIA determine el CASTIGO que corresponde 🇦🇷Mí EMPATIA con los PADRES 💛

Rispondi a JUANA ÁNGELA SACCO Annulla risposta

Il tuo indirizzo email non sarà pubblicato. I campi obbligatori sono contrassegnati *